Sencillo se muestra el camino, mientras nosotros le damos forma, color,
movimiento, precisión en todo su recorrido. Buenos Aires se porta asesino,
desgastante, tedioso para cualquiera y la urgencia nos deposita en este paisaje
encendido, en esta pendiente añeja, en este río helado… en todos estos lugares,
vamos a escribir recuerdos.
Y la madrugada no nos dejó verle la cara a la montaña, apenas si
vislumbramos la mirada de una luna acostada sobre un cielo, azul, pleno de
estelares lunares y risueños ruidos. Nos acostamos a contemplar la morada, el
silencio, la inmensidad de encontrarnos ahí.
Un segmento de amor mañanero, una bocanada de besos serranos y una
danza de pieles que decoraban ese momento asombroso, donde Dios sonreía y
escribía un nuevo evangelio referido al amor que representábamos.
Vos, desnuda en el mismo lugar que yo, perdidos ambos en medio de un
valle colmado de soles, aguas y alturas, ternuras, abrazos y miradas… el
instante real, donde la escena deja de ser trillada y el amor emerge
frenéticamente, dejándonos lugar para callar y decirnos todo lo que los ojos
insinuaban.
No era un lugar ni un viaje más… era el inicio de un cúmulo de estados
sensoriales, decididamente, hermosos y atemporales. El tiempo ya no era un
impedimento en medio de la inmensidad de las sierras, apenas si olvidábamos que
en algún momento deberíamos retornar a casa y seguir esa vida normal que nos
negamos a vivir, porque no es normal nada de lo que sucede cuando estamos
juntos.
No es simple entenderlo, de hecho, no debería siquiera intentar entenderse
algo cuya pureza lo determina así, lisa y llanamente único.
Habrán días en que florezcan perdices y las comamos sin culpa y otros
donde escaseará el hambre y las perdices correrán libremente por la casa… y
nosotros, nosotros en rituales epidérmicos iniciando la primavera corporal y el
desenfreno del amor sin límites, vislumbrando el techo azul, adornado con luces
y sombras, con flores y palabras, con fulgor y ensueño.
Tocar las alturas desde una cascada, desde un deshielo que llega hasta
nosotros, desde el pie de un pedazo de tierra que se eleva hasta besar las
mejillas de las nubes y darnos la bienvenida.
Así todo y los dos, el despertar asombroso, el anochecer discontinuo,
la celeridad de los días que se aquietan y sonríen, las horas, los ojos
cerrados, las caminatas, el atardecer… la paz.
La delicia y el encierro, la libertad y el sol, la lluvia cayendo de tu
boca y la sed naciendo de la mía, besarte la respiración y robarte el alma con
un abrazo, hasta dejarte morir en mi pecho, que esconde una ciudad entera para
que sigas respirando y manteniéndote viva para que yo te ame.
La noche esconde ese rumor, esa historia desconocida, es segundo en que
todo estalla en recuerdos y nos encanta, nos fascina, nos deja desembocar en
nuevos bríos, nuevas olas y nuevas temporadas para fagocitarnos con ternura.
El agua de la ducha abrazándonos al compás de los corazones agitados,
de la proeza visual de un epílogo colmado de sensaciones y variaciones
oníricas.
Y hay besos discontinuos, los hay tímidos, surgen los espontáneos y
todo se vuelve una multitud de cristales que se amontonan como la gotas se
juntan hasta volverse este río en el que contemplamos la totalidad del paisaje.
Acá, tal vez, haya nacido algo que sobreviva al omnisciente tiempo
cruel… Dios dice que el amor es universal y nosotros lo hacemos posible, el
mundo dice que somos finitos y nosotros lo contradecimos, los alquimistas
afirman que el sueño es inconsciente y nosotros lo soñamos despiertos.
Algo nos deposita en nuestra cama… algo nos impulsa a caminar… el viaje
vino con un amor mayúsculo bajo el brazo y una canción que resuena, todo el
tiempo, en mi cabeza.
Podría quedarme a vivir en vos, pero elijo vivir con vos… podría
quedarme dentro de tu alma, pero elijo mirarla a los ojos… podría prometerte
amor eterno, pero elijo llenarte de él.
Quizá estés extrañando Calamuchita, cuando nuestra historia ya quedó
escrita ahí mismo… sólo resta volver y resignificarla.
Hoy no es un día más… hoy es tiempo de amar.
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