Llovía copiosamente y era justo el momento
de partir, de salir a buscar nuevos horizontes o quedarse en el mismo lugar
donde el horizonte era el mismo.
Los edificios tapaban el amanecer, el
atardecer y el anochecer, una rara desventura en medio de un torbellino de
gritos y júbilos inquebrantables. Los días decían adiós y nuevos días nos daban
la bienvenida.
Todo parece especial cuando el calendario
es nuevo, nada parece interponerse en el camino del porvenir, los caminos no
sufren a los edificios crueles, que impiden la visibilidad y nos encierran en
la, rutinaria, vida del reloj y el almanaque.
La casa tenía marcas de viruela, cicatrices
de viejos desamores y una fervorosa razón para revivir: la llegada de nuevas
vidas. Parecía andrajosa, sempiterna, indigente, estaba confundida y deshecha,
estaba olvidada y pálida, mustia y vacía, vencida y abandonada. El desasosiego
de los lares que padecen la indiferencia, el ocaso y los recuerdos teñidos de
sepia.
Yo dormía bajo las estrellas vestidas de
cemento, pretendía darle color a un paisaje agobiado por el pasado, por la
quimera de la felicidad perdida, por el herrumbre de los minutos y los dolores
que lo acompañan.
Es interminable la ruta si permanecemos, siempre,
en el mismo lugar.
Si no abrimos los ojos, mirar se vuelve una
ironía lenta y azarosa, una urgencia sin solución, porque estamos dormidos en
el recuerdo de lo que nos pasó y el paso del tiempo se transforma en
melancolía, evitando hacer el duelo para resucitar cotidianamente, como lo
hacen los que piensan que el mañana es el momento al que todos queremos llegar.
Triste es la escena del amor como vía de
escape a un desamor compungido y latente.
La casa estaba sola y era el momento de
acompañarla a comenzar; entonces aparecieron los colores y la vitalidad, el
entusiasmo y las voces que rompieron con el silencio reinante, la añoranza de
una quietud desoladora y un brindis por la nada, ya estábamos ahí,
reconstruyendo el devenir de los momentos que se mudaban de morada y
proliferaban en rincones que germinaban sin parar.
Se vistió de gala y nos vio llegar, nos
abrió una puerta que cerramos inocentemente, lo que aconteciera de ahora en más
era fruto de la suerte y las cartas que se jugaran.
Nada nos dijo la casa, sólo se quedó
callada y bautizó la triste despedida, no le dijimos adiós, nos quedamos
mirando hacia atrás un universo de huellas que quedaron, fuimos las líneas de un
tango que nunca se volvió canción y apenas respiró unas melodías, asfixiado por
el pasado.
Soy
un negrito huérfano, con una vida a
cuestas y un amor viajero que atraviesa las latitudes mundanas hasta
llegar a
un destino que se aleja sin decir porqué, que recuerda, frecuentemente,
lo que
era sonreír y se acuesta pensando en vos, llevo conmigo un rompecabezas
con forma de corazón, que se acostumbró a ser millones de partículas que
esperan volver a ser un universo que late.
Hoy la casa es distinta y el amor un cuadro
colgado en la pared bañada de sueños que irán hacia donde quieran, no tengo
belleza ni elegancia, tampoco una cuenta ni un talento innato, carne y hueso
mortal, llano gris en el horizonte y una dimensión donde me recuesto a luchar
contra el pasado atroz que nubla mi presente.
Lo que queda es un momento que nunca nació
y una retrospectiva donde andás perdida pidiendo perdón por haber dicho una
verdad que se arrepintió por haber nacido hoy.
Fuiste un amor inolvidable, fuiste una casa
donde sentí que ya no estaba solo, fuiste ayer…
Hoy sos un recuerdo, mañana también.